Hacia una reforma de la Democracia #1

Reformas que persigue la #spanishrevolution

La democracia se considera el paradigma incuestionable de la forma de gobierno legal y aceptable. Quizá el único inconveniente serio que se le achaca radica en lo engorroso de sus procesos electorales que según algunos la convierten en la “menos mala” de las formas de gobierno. Pero casi nadie se atreve a cuestionar si los métodos comúnmente aceptados en las democracias actuales son realmente democráticos o no. Comparativamente pocas personas, a pesar del descontento casi universal que existe hacia los gobiernos actuales, se preguntan si lo que tenemos es realmente democracia o no.

Es así como hoy por hoy, en cuanto se denuncian irregularidades o atropellos en un país no democrático, el clamor general de los intelectuales, los políticos, la prensa y el público en general es por la instauración de la democracia en el país en cuestión. Cosa deseable, por supuesto, ya que en general se puede afirmar que es mejor una mala democracia que una dictadura (aunque hoy existen algunas democracias y seudo-democracias en cuyo caso esa afirmación también sería cuestionable). Y generalmente se da por sentado que la solución a problemas como la opresión, la corrupción, la pobreza extrema o el caos social estriba sin más en el establecimiento de un gobierno democrático. Una vez lograda esta meta, se asume que todo mejorará gracias a la democracia. Sin embargo muchas de las democracias actuales son una evidencia de la limitada veracidad de tales asunciones.

La mayoría de las Constituciones llamadas democráticas del presente proclaman como principio básico el que La soberanía reside en el pueblo. Sin embargo, una mera observación superficial pero honrada demuestra que tal cosa nunca ha sido una realidad en la historia. Las noticias que a diario se pueden ver en la prensa política de casi cualquier país democrático evidencian que la democracia que practicamos adolece de infinidad de fallos que no se pueden achacar de forma simplista a la mera falibilidad humana ni a lo engorroso del proceso de votación, única forma actualmente viable de consultar a los ciudadanos, sino más bien a la completa ineficacia de los sistemas que utilizamos para elegir y reemplazar a nuestros líderes políticos y a la chapucera y sibilina estructuración de los poderes y administraciones que al final deriva, ni más ni menos, que en el secuestro de la soberanía del pueblo por parte de las clases políticas y del poder económico. En realidad, tras más de dos milenos, no nos hemos alejado demasiado de la plutocracia y oligarquía de los tiempos de las llamadas democracias de Grecia y Roma.

La mayoría de los sistemas democráticos actuales están permitiendo y auspiciando que a su sombra prosperen y se perpetúen en sus cargos líderes ineptos, corruptos e incluso perversos sin que sus ciudadanos dispongan de medios legales para deshacerse de ellos deponiéndoles de sus cargos. En muchos países se da el caso de que los líderes de las diversas facciones políticas legales ostentan muchas cualidades absolutamente indeseables para un gobernante, con la consecuencia de que los impotentes ciudadanos se ven obligados a elegir entre unas pocas opciones, todas ellas de alguna manera nefastas para ellos y para su país o región. A veces incluso se da la aberrante situación de que políticos que se enfrentan a graves causas judiciales o se encuentran bajo seria sospecha de actuaciones ilegales e incluso criminales, continúan siendo bandera de sus partidos gracias a que ostentan un enorme poder, controlan los medios de comunicación o están sustentados por poderosos grupos económicos a cambio de posteriores favores.

Un sistema así, aunque se llame democrático no es muy diferente de una dictadura y ha fracasado en el cumplimiento de las dos primeras premisas de la democracia, a saber: que el pueblo en última instancia detenta el poder y que el pueblo elige libremente a sus gobernantes.

Si examinamos el presente y la historia de la democracia en el mundo, desde los tiempos de la república romana, nos encontramos con toda suerte de trapicheos, corruptelas, manejos oscuros, manipulaciones de los poderes y de las leyes, etc., etc. En resumen, una inmensa panoplia de perversiones políticas realizadas al amparo del llamado “contrato social” por el cual la mayoría de los ciudadanos otorga poder a unos pocos, poder que muy a menudo estos últimos utilizan en beneficio propio o en el de los grupos de poder que les han encumbrado. Esto ocurre a menudo de forma soterrada pero incluso en ocasiones sucede con completo descaro, a la vista de la prensa y del público y en claro perjuicio del país y de los ciudadanos.

Una cosa que resulta sorprendente al leer sobre la historia de la república romana es el descubrimiento de lo poco que ha cambiado la forma de hacer política durante los pasados 2.500 años. Si hacemos una comparación entre los manejos políticos, la forma de legislar, la forma de aplicar las leyes y la gestión de los bienes públicos desde la época de la república romana hasta los tiempos actuales encontraremos tantas analogías que se nos lleva a concluir que a pesar de los avances de nuestras legislaciones modernas basadas en cartas constitucionales apoyadas en declaraciones de derechos humanos y a la existencia de una legislación internacional, la humanidad apenas ha mejorado desde entonces en la forma de gobernar y administrar a los pueblos. Aparte de algunos métodos y formas, nada esencial ha cambiado. Y desde luego, el avance sociopolítico que se ha conseguido con todo esto no ha ido en absoluto al ritmo de los avances en otros campos del saber humano, léase: ciencia, tecnología, historia, o arte, para citar solo algunos.

El contrato social legitimado mediante las elecciones democráticas ha llegado a ser uno de los pocos contratos en los que una parte (los ciudadanos) permanece obligada por toda la duración del período electoral, pero la otra (los gobernantes) tienen manga ancha para actuar ineficazmente e incumplir promesas, cuando no incluso para mentir, engañar, tergiversar y malversar, muchas veces impunemente, a la vez que casi siempre conservan sus cargos a pesar de su cuando menos evidente ineptitud, por no hablar de la completa falta de honradez y corrupción que se observa en los peores casos.

A la aparente lasitud de los intelectuales y políticos en el ejercicio de buscar una mejora continua y sustancial de los sistemas llamados democráticos se ha sumado el enorme poder de los medios de comunicación que a menudo se han convertido en eficaz herramienta de partidos, de grupos de poder y de gobiernos mediante el filtrado o incluso el completo control de la información que llega a los ciudadanos. En algunas democracias, incluso en aquellas consideradas avanzadas, el control de la información manejada por los medios, en manos de inmensos y omnipresentes poderes fácticos afines a un partido u otro, lleva a la situación de que la información recibida por la mayoría de los ciudadanos está tan filtrada y polarizada que es muy difícil para éstos el hacerse una idea clara de la realidad y menos aun adoptar una postura crítica y cabalmente informada sobre lo que ocurre o sobre el sistema en general.

Paradójicamente, la tecnología y las comunicaciones de hoy posibilitarían que el ciudadano de a pie participara mucho más ampliamente en los procesos de gobierno a un coste comparativamente muy bajo. Sin embargo, no se ve casi en ninguna parte que los gobiernos estén mínimamente interesados en aplicar en modo alguno las cacareadas bendiciones de la tecnología para que los ciudadanos realmente dispongan de más voz y voto en las decisiones que les atañen. A pesar de las declaraciones de derechos humanos reconocidos en los pasados cuatro siglos al precio de mucha sangre sudor y lágrimas, aparte del sufragio popular que como veremos es vulnerable a los resortes de los grandes poderes de la actualidad, las armas del ciudadano de a pie siguen siendo las que han existido siempre: la justicia, generalmente lenta, ineficaz, e incluso a veces manipulada, partidista y parcial; las manifestaciones, las huelgas, la desobediencia civil y, en última instancia, la rebelión popular abierta y violenta.

Por último, la misma tecnología se cierne como una peligrosa amenaza para el ejercicio de la democracia. La creciente capacidad de almacenamiento, manejo y gestión de la información por parte de los avanzados sistemas de proceso de datos existentes, exponen a los ciudadanos al almacenamiento y al uso abusivo y autoritario del conocimiento acerca de sus vidas, preferencias, creencias, costumbres y necesidades por parte de los poderes fácticos del mundo, sean estos empresas, grupos ideológicos, políticos, organismos de seguridad nacional etc., e incluso por los mismos gobiernos elegidos para proteger y defender sus intereses.

En resumidas cuentas, lo que vemos en la mayoría de las democracias más grandes y avanzadas de hoy mueve a uno a preguntarse si esta es la democracia que queremos, si esto es todo lo que cabe esperar de ella y si podemos con buena conciencia recomendar nuestro estilo democrático a otros que aún no disponen de las bendiciones de la democracia.

Creemos que ha llegado el momento de replantearse la democracia que ejercemos, no con el ánimo de cuestionar la democracia misma como premisa o como conjunto de principios, sino con el de revisar los métodos y las prácticas que utilizamos para el ejercicio de la democracia a fin de que se mejore el cumplimiento de los principios inherentes a ella. Es tiempo de avanzar hacia sistemas democráticos que realmente otorguen la soberanía al pueblo y que moderen el enorme poder que ahora detentan las grandes empresas, los grupos económicos, los partidos políticos, los medios de comunicación e incluso los mismísimos gobiernos legal y democráticamente constituidos.

Anonymous en el 15M